Llueve fuera. Una tromba. Es tiempo de barrumbades y llampugas. Son las 9:40 y aún no ha amanecido. Me refugio tras la cristalera de un café. Vengo de estar un cuarto de hora parada haciendo cola para llegar a un flamante new semáforo que antes de verano no existía. A la entrada de Génova, en la intersección de Camí des Reis y Camí Tramvia. Ahí mismo. Que lo sepáis. Hasta ahora, los malditos conductores —así me siento, cada vez, mayor frecuencia— resolvíamos exitosamente la intersección asomándonos con la cautela que nos imponía un STOP como Dios manda. En dos años de tránsito diario no hubo una retención, todo fue un fluir instintivo y exitoso. Ahora nos quieren atar por ahí (también).
El caso es que a 50 metros del nuevo semáforo, en el carril contrario, me encuentro un nuevo agente de atascos: una oveja parada en medio de la carretera. De buen tamaño, de ese blanco sucio tan característico, con pendientes amarillos —crotales creo que se llaman—, balando. Y negociando con ella, una rubia apeada de un Land Rover verde muy British. Dentro del Land Rover, aguarda su atractivo acompañante, sonriente. La rubia lleva vestido chuli y botas de tacón. Habla a la oveja en su idioma —se le notan los veranos en el cottage familiar en Yorkshire— y, con un aspaviento eficaz, la espanta hacia el campo del que nunca debió salir, donde sus hermanas siguen paciendo indiferentes.
La rubia lleva un vestido chuli y botas de tacón. Habla a la oveja en su propio idioma.
¿Por qué sonríe el sajón guapetón? No por el savoir faire de su compañera, ingrato, sino porque se siente en el Corfú de Mi familia y otros animales. Se ve protagonista de una anécdota que contará en una cena con sus amigos, de vuelta en la metrópoli: ‘Un día, después de dejar a los niños en el colegio, Claire tuvo que bajarse del coche para ahuyentar a una oveja testaruda ¡Ni que fuera española! —pausa dramática— ¡La oveja, quiero decir!’. ‘Ja, ja, ja’ celebrarán todos, dándole un sorbo al chardonnay por el que habrán pagado 150 pounds más de lo que vale. Esto me lo invento, claro: no sé si tienen hijos o son hijas, no sé si se llama Claire o es Pauline y no sé si el cottage está en Yorkshire o en Suffolk. Pero la sonrisa del tipo no deja lugar a dudas. El instinto lobuno no se equivoca. No obstante, por si el lobo se equivocara —que no se equivoca, de verdad—, ahí están para darme la razón, las cuñas publicitarias de las radios para ingleses que escucho.
Anuncio nº1. Una pareja entra en el piso recién comprado de un amigo expatriado in Spain —en la costa del sol o en Mallorca o así—. Se oyen ruidos de granja de fondo: cacareos, gruñidos de cerdo. Los perplejos amigos le preguntan: ‘Fulano, ¿por qué huele tanto a ajo?’; ‘Fulano ¿por qué el baño está en la cocina?’. Los amigos no dan crédito. Mientras tanto, el anunciante advierte a los británicos con ilusión que comprar en nuestro país tiene más peligro que un campo de minas. En el gran finale, los amigos, al borde del paroxismo, quieren saber: ‘Fulano ¿qué hace esto aquí?’ y se oye un rebuzno. Spain is Spain.
Anuncio nº2. Un bufete de abogados te avisa —‘te’ si eres británico— de que si ya es un mal trance divorciarse, no digamos morirse, la tragedia está servida si, incauto, se te ocurre hacerlo en España. Se pondrá en marcha una pesadilla legal ininteligible, absurda y enloquecedora, orquestada por aborígenes nativos que traducirán ‘sí, sí, entre’ como ‘if, if, between’. ¿Qué nos dice esto? Que somos fauna local. Como los peces de temporada y las ovejas que se cruzan en la carretera. Y no hay nada que hacer. Como diría Dante, abandonemos toda esperanza: las leyes del comportamiento humano nos dicen que nuestros observadores, de entre toda la información que llegue a sus cerebros, se quedarán solamente con aquella que confirme su juicio. Es decir, que somos fauna local.
Brama el cielo tras la cristalera. Dentro de poco, se colapsarán las carreteras y las llampugas podrán nadar en las rotondas. Pero calma, muchachos, que Claire, o Pauline, o Brianda se maneja.