Suerte

Un cuento de Navidad

Es una suerte encontrar un buen título para un cuento, cuánto más si es Navidad y el cuento que estás a punto de escribir es la historia de Paco. Lo mejor de lo mejor. Una suertaza.

Paco era un buen hombre que tenía un trabajo, una novia y un perro. La novia bien, el perro bien, pero el trabajo era en lo alto de un monte feo a las afueras de la ciudad. Monte arriba y monte abajo se pasaba la vida Paco. Allí es donde alguien había dicho «este es un buen sitio», y allí había que ir cada mañana. Ni campo ni ciudad, ni chicha ni limoná; un lugar de esos de los que te dan ganas de marcharte enseguida, pero que, si los miras bien, a lo mejor encuentras cosas que no se encuentran ni en el campo ni en la ciudad, ni en la chicha ni en la limoná. Así le pasó a Paco.

Monte arriba y monte abajo se pasaba la vida Paco.

Tanto ir cada día, Paco conocía bien las aceras que se acababan donde empezaban los eucaliptos; las casas que se hacían los que tenían algún dinero; los cascotes de obra desperdigados y, sobre todo, los perros sin dueño que campaban por las casetas que los niños de las casas un poco caras les habían construido. Paco se paraba a mirar a aquellos perros sucios y flacos e, inevitablemente, los comparaba con su perro en la ciudad, tan confortablemente instalado. No obstante, aquellos desarrapados parecían arreglárselas perfectamente. Formaban una especie de sociedad en la que cada cual tenía su lugar. Los había grandes y pequeños, feúchos y alguno con más gracia, pero de todos, Paco tenía a dos favoritos en su corazón: uno guapo y lisiado, y uno feo y leal. El lisiado arrastraba con dificultad sus patas traseras y el otro, bajito y rechoncho, lo acompañaba. De alguna manera, le parecía a Paco, el perro feo protegía al bello. Qué hermosa suerte ¿no?

Ocurrió que el perro de Paco, en la ciudad, enfermó gravemente y Paco y su novia se desvivieron. Del veterinario al monte y del monte al veterinario, aquellos días se pasaron durmiendo poco y sufriendo mucho. Una noche crítica, de angustiosa incertidumbre, Paco miró las estrellas e hizo una promesa: si su perro vivía, buscaría al perro lisiado y le procuraría el mejor tratamiento para sus patas. Y como los milagros siempre están ahí, a punto, aquella noche el perro sobrevivió. Entonces, Paco fue al monte, recogió al perro y lo llevó al veterinario. «Habrá que operarlo», dijo el veterinario. «Lo que haga falta», dijo Paco. «¿Cómo se llama?», «Pues no sé…». El veterinario palmeó el hombro de Paco: «Le pondremos Suerte, que vaya suerte ha tenido este perro».

La operación salió bien y, gracias a las comidas llenas de vitaminas caninas y los champús para pelos bonitos, Suerte floreció como el precioso perro que ya se veía venir que era; brillaba como una moneda nueva. «Qué bonito es», decían los amigos de Paco. Algún tiempo después, y por las cosas de la vida, Paco perdió a su novia y, con ella, a su primer perro. Entonces, Suerte se convirtió en su pilar y consuelo hasta que, ay la vida, una enfermedad fulminante se llevó su buena estrella a otra galaxia. Y así, de repente, Paco se quedó solo y abandonado. «Qué pena —dijeron los amigos—, con lo bonito que era».

Paco, como nos pasa a todos los trabajadores, a pesar de lo extraordinario de estos acontecimientos, tenía que seguir yendo a A pesar de lo extraordinario de estos acontecimientos, Paco siguió yendo a trabajar cada día. Así es la vida ordinaria, ciega a lo importante. Monte arriba y monte abajo, Paco veía los eucaliptos mezclados con los cascotes, las casetas de los perros y, en ocasiones, a los perros. Siempre se quedaba mirando al perro feúcho, el antiguo protector de Suerte. ¿Sabría que su amigo había muerto?¿tienen los perros esas intuiciones? Paco decidió pararse un día y entablar contacto con aquel perro especial.

Ni asomo de oportunidad, no hubo manera. El perro no dejó que se le acercara ni un paso. En vano le recordó Paco quién era, el que había recogido a Suerte, «¿te acuerdas?». El perro se mantuvo a distancia, serio, vigilante; miró a Paco desde lejos y se marchó.

Una mañana helada, al llegar a lo alto de la loma, Paco se dio de bruces con un escenario devastado: donde habían estado las casetas de los niños, ahora reinaban el caos y la destrucción. Todo roto, deshecho y pisado: los padres de las casas un poco caras habían paseado su incomprensión por allí. Y de los perros, ni rastro. A Paco se le paró el corazón. Se bajó del coche consternado y, entre bocanadas de vaho, empezó a buscar. ¿Al perrucho bajito, feo y regordete? Sí, a ese. De repente, Paco no soportaba que le hubiese ocurrido algo. Removió los cartones, miró debajo de los tableros, se metió entre los árboles y empezó a llamar:«¡Pancho!¡Pancho!». ¿Pancho? ¿Por qué Pancho? Nadie lo sabrá jamás.

Paco llamó mucho a Pancho y lo buscó por todas partes, pero Pancho no apareció y entonces, Paco se avergonzó de sí mismo: ¿qué estaba haciendo con su vida?¿buscando un perro callejero entre los escombros? Se sintió un tarado, un fracaso total; mejor sería bajar de las estrellas e irse a trabajar de una vez. Cuando volvió al coche, sin embargo, allí estaba Pancho esperándolo. Se miraron y no hizo falta más. Paco abrió la puerta y Pancho saltó dentro. Paco puso en marcha el coche y Pancho se acomodó en el asiento de al lado. Paco miró a Pancho y Pancho puso la cabeza en su mano. Así, emprendieron el viaje a casa mientras los primeros copos de nieve empezaban a caer.

Aquí acaba este cuento de Navidad que no es mío, sino de Paco y de Pancho, que viven su vida en este mundo en el que las estrellas brillan en la oscuridad, con la luz de la bondad y la lealtad, con la luz de verdadera buena suerte.

FIN

Puntuación: 5 de 5.

Deja un comentario