Un viaje de la mano de mamá
En casa de Juan, cada mañana traía un bonito despertar. Los rayos del sol entraban por la ventana, cantaban los pajaritos y mamá venía con muchos besos a darle los buenos días. Pero esa mañana un chillido, un aullido, un alarido agudísimo atravesó la casa, entró en el oído de Juan y estalló en su cabeza: “¡Es tardíííííísimo!”
Como un torbellino, mamá sacó de la cama a Juan. Lo arrastró hasta el cuarto de baño y allí, lo lavó, vistió y peinó en, exactamente, cincuenta y ocho segundos. Sin saber ni cómo, Juan se encontró en la puerta de casa con la mochila puesta.
—¡Listo! — dijo mamá, satisfecha—. Justo a tiempo.
—Pero hoy es la excursión de fin de curso… —dijo Juan—. Teníamos que llegar media hora antes.
—¿Quéééé? —chilló mamá, con los ojos en blanco.
Después, respiró hondo, se puso muy seria y dijo:
—Tendremos que sacar el cañón.
—¿Quéééé? —dijo Juan, con los ojos como platos.
Pero mamá ya había sacado el cañón del armario y lo empujaba hacia a la terraza. Por el camino, llamó a papá para que volviera del trabajo. También llamó a los abuelos, a los vecinos, a los de la escuela de piano, a la profesora de Judo, a los boy scouts, al pediatra, al otorrino, a la dentista y a todos los médicos por los que un niño bien cuidado debe pasar sin rechistar.
‘Tendremos que sacar el cañón’ dijo mamá.
Por último —casi se le olvida— mamá avisó al colegio. No lo hizo por teléfono ni por email. Un colegio de última generación como aquel solo empleaba palomas mensajeras. En el colegio recibieron el aviso y, sin perder un minuto, prepararon el aterrizaje. Sacaron las colchonetas al patio, la directora colocó muelles en lugares estratégicos y el jardinero plantó bonitas matas de arbustos que, además de amortiguar la caída, darían color y alegría, que ya había llegado la primavera.
Cuando la paloma regresó del colegio, Juan se había metido en el armario y no quería salir. Decía que no se metía en el cañón, que sólo iría con mamá. No es que el cañonazo lo impresionara, sólo es que tenía un día de mamitis aguditis y quiso aprovechar la ocasión. A mamá no le quedó más remedio que acceder. Se pusieron un casco, saludaron al público congregado y, perfectamente engrasados con mantequilla, se deslizaron hasta el fondo del cañón. La concurrencia hervía de emoción: los abuelos recalculaban el azimut corregido de refracción, condiciones atmosféricas y esfericidad terrestre; los doctores firmaban un acta de idoneidad; los de la escuela de piano tocaban la Oda a la Alegría en allegretto grazioso, y los boy scouts no se ponían de acuerdo sobre la cantidad precisa de pólvora a poner en el cañón.
—En todo caso —concluyeron—, que no falte.
Cuando el nerviosismo general estaba a punto de estallar, papá hizo ¡PUM! Juan y mamá salieron disparados.
Un momento más tarde, Juan y mamá se miraron emocionados ¡Surcaban el cielo! Después, mamá sacó toallitas del bolso y empezó a limpiar a Juan. También sacó crema del sol y un peine. Y también, unas magdalenas porque, con las prisas, se habían olvidado de desayunar. Pero ¿cuántas cosas caben en el bolso de mamá? En seguida, llegó la pregunta fundamental: ¿Cómo comportarse en el cielo? Juan y mamá empezaron a bracear como si nadaran. La paloma mensajera que, muy amablemente, los acompañaba, no muy conforme, les enseñó algunos trucos de ave: abrir y cerrar las alas (o los brazos) y corregir el rumbo en caso necesario. Resultó que, precisamente, el rumbo estaba bastante bien. Lo que estaba fatal era el ‘combustible’. Habían cargado el cañón con tanta pólvora que había como para ir a la China y volver.
—Me van a oír esos boy scouts —dijo mamá cuando pasaron de largo el colegio en dirección al mar.
Pronto se pasó el enfado, de todos modos, ¡estaba tan bonito el mar…! brillante como un espejo. Los pescadores les dijeron adiós y un trasatlántico los saludó con un bocinazo soberbio. Qué pena que un grupo de cormoranes se espantara y empezaran a armar jaleo al rededor de Juan y mamá. Los miraban muy molestos, ¡qué descaro incordiar a la avifauna del litoral costero!
—¡Eh, cormoranes! —llamó mamá—. Necesitamos vuestra ayuda.
Todo el mundo sabe cómo son los cormoranes: en cuanto hay un problema estiran el cuello hacia otro lado. Empezaron a hacer como que no entendían y a marcharse disimuladamente. Mamá se puso tremenda:
—¿Os parece bonito? —les riñó—. ¿No os da vergüenza? ¡Volved aquí inmediatamente!
Aquello lo entendieron a la perfección y la avifauna del litoral costero volvió cabizbaja y sin rechistar. Juan y mamá se agarraron de sus patas para ir volviendo a tierra. Para entonces, el colegio había hecho salir, en pos de ellos, el autobús de la excursión, un precioso autobús amarillo de dos plantas, descapotable y a pedales. En la planta de abajo, conducía la directora y pedaleaban los profesores. En la de arriba, al viento, los niños reían y chillaban señalando a Juan y a mamá, en el cielo. Desde arriba, Juan saludaba y sacaba la lengua a sus compañeros, pero luego vio que había un asiento libre al lado de Estrella, su mejor amiga del colegio. Estrella también iba a la escuela de música y siempre se sentaba en el piano verde junto al piano rojo de Juan.
—Mamá —dijo Juan, señalando el asiento junto a Estrella—. Me quiero soltar…
Mamá sonrió y le dio un beso suavecito. Después, lo repeinó y le arregló el uniforme.
—Hala, ve —dijo.
En un momento, los cormoranes calibraron la velocidad del autobús, la aceleración de la gravedad, el rozamiento del aire, y dejaron caer a Juan exactamente en el asiento del autobús, junto a Estrella.
Mientras decía adiós, Juan pensó que los cormoranes serían unos excelentes disparadores de cañones y que mamá era maravillosa.